Ahora que, de la mano de la catedrática Laura Freixes, ya hemos visto cómo el texto que pretenden aprobar los separatistas es, desde el punto de vista de la técnica jurídica, un fiel remedo de la Ley Habilitante de 1933, mediante la que los nazis acabaron con la República de Weimar, por la vía de la superposición al orden constitucional de una legalidad sobrevenida, ha llegado el momento de plantearse con rigor hasta qué punto aquel régimen totalitario sirve de espejo fiel de la conducta del separatismo catalán.
Hace tiempo que los líderes separatistas tienen la costumbre de aplicar a los máximos representantes del Estado las mismas técnicas de intimidación que empleaba Hitler para amedrentar a los visitantes extranjeros cuando acudían a su reducto alpino del Berghof. La satisfacción de Puigdemont al escuchar los abucheos al jefe de ese Estado que pretende destruir, después de que Felipe VI aceptara marchar incautamente a su lado en pie de igualdad, es la misma que vimos pintada en la ladina sonrisa de Artur Mas durante la monumental pitada del Camp Nou.
El escarmiento en la persona de Gregorio Morán y la avalancha de improperios y amenazas desatada por las autoridades -¡incluido el jefe de la policía que tendría que protegerle!- contra el director de El Periódico, indican lo que ocurriría con la libertad de expresión en esa República Catalana. Mentiras como la de Puigdemont, respecto del aviso de la inteligencia americana sobre "un ataque en La Rambla", se convertirían en inamovibles verdades oficiales y quienes se empeñaran en cuestionarlas serían convenientemente linchados.
Pero que nadie se autoengañe más. Tanto en el supuesto de que el drama se trasladara a unas nuevas elecciones catalanas, como en el de que el Estado tuviera que suspender total o parcialmente la autonomía, el paso del tiempo no sólo no arreglaría por sí mismo el problema sino que seguiría agravándolo. Esa es la gran lección que nos ha legado la Alemania que transitaba por el "valle oscuro" de aquella Europa de entreguerras. Y optando por el deshonor para evitar la guerra, siempre se acaba acumulando lo uno a lo otro. Sólo una reforma constitucional que haga compatible el reconocimiento de la identidad de Cataluña con la garantía reglada de la lealtad de sus instituciones al orden del que emanan, podrá salvarnos de la catástrofe.
Y Rajoy haciendo el Don Tancredo. Muy fiel a lo que acostumbra.
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