Los jueces, la ley y la Constitución (la subversión del orden constitucional)
El principio de la división de poderes se ha quebrado de manera preocupante cuando la actividad judicial se ha internado por senderos que nunca debió transitar
José Antonio Martín Pallín 27/12/2022
En una sociedad democrática avanzada, como propugna el Preámbulo de nuestra Constitución, o simplemente democrática, el orden de los términos que se enuncian en el título de este artículo ineludiblemente tiene que ser alterado. La Constitución ocupa un lugar preeminente al que se deben subordinar todos los poderes e instituciones del Estado. La ley emana de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado), que representan al pueblo español en el que radica la soberanía. Los jueces ejercen su función en nombre de este, con independencia, pero sometidos al imperio de la ley. Sobre ellos recae la importante responsabilidad de garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos, con imparcialidad y sin injerir en las competencias que corresponden a otros poderes del Estado. Este tríptico es indispensable para que pueda configurarse un Estado de Derecho.
Los acontecimientos que estamos viviendo en el momento presente, y otros que vienen del pasado, ponen en cuestión la solidez de nuestro sistema democrático. Los lodos del presente tienen su origen en aquellos polvos del pasado que fueron digeridos con naturalidad por el sistema político, sin pararse a pensar las consecuencias que podrían acarrear en un futuro. El principio de la división de poderes se ha quebrado de manera preocupante cuando la actividad judicial se ha internado por senderos que nunca debió transitar si se quería respetar el principio de la división de poderes.
Por no remontarnos excesivamente en el tiempo, en mi opinión, las alarmas se desatan ante la escandalosa manipulación de la ley practicada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo al condenar al presidente del Parlamento de Euskadi Juan Mari Atutxa como autor de un delito de desobediencia por haber ejercido las funciones que le correspondían, con arreglo al Reglamento de la Cámara que encarnaba la soberanía emanada de la voluntad de los ciudadanos vascos. Su actuación no solamente estaba amparada por la legalidad parlamentaria, sino que además reproducía la doctrina jurisprudencial emanada del Tribunal Constitucional. En su momento, no hubo una reacción política que hubiera sido necesaria para situar el conflicto en su verdadera dimensión constitucional y, lo que es peor, se admitió su condena con naturalidad, seguramente porque representaba a los ciudadanos de una autonomía que reclamaba su independencia. Estrasburgo anuló la condena por razones de forma sin entrar en el fondo de la cuestión.
La invasión de los jueces en ámbitos constitucionales que no les son propios alcanza su punto culminante en lo acontecido en Cataluña entre el 27 y el 30 de octubre de 2017. Primero se produjo una declaración de independencia, que sabían que tendría un corto recorrido, por lo que la suspendieron en segundos. La reacción del poder judicial, encarnado en este caso por la Sala Segunda del Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional, fue inmediata. Se admite a trámite una querella del fiscal general del Estado, cuya desmesurada extensión indica que ya estaba redactada previamente. Se criminaliza un proceso parlamentario, sin duda con algún elemento inconstitucional y nulo, pero imposible de calificar como un delito de rebelión. El Estado de Derecho tenía y tiene instrumentos jurídicos suficientes para defenderse. Como dice la sentencia, todo se abortó con la publicación en el BOE de la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La deriva hacia el delito de rebelión permitía acordar la prisión preventiva de los procesados.
El Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias, en un duro informe, descalifica la medida y la estima injusta y desproporcionada.
Durante la tramitación de la causa criminal se producen unos incidentes procesales que no han dejado muy buena imagen de la justicia española en los distintos tribunales de otros países que recibieron la Orden Europea de Detención y Entrega del presidente Puigdemont y otros tres parlamentarios, huidos ante su inminente detención y entrada en prisión. La sentencia está camino del Tribunal Europeo de Derechos Humanos después de recibir el rechazo de plano del Tribunal Constitucional, con el voto, parcialmente disidente, del magistrado Xiol y la magistrada Balaguer, que consideraron que las penas eran desproporcionadas.
La inmensa mayoría de la opinión pública y prácticamente todos los medios de comunicación aplaudieron la condena que, en definitiva, venía a cubrir con un manto jurídico el descarnado grito tribal (¡A por ellos!) con el que fueron despedidos los efectivos de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad enviados, insensatamente, por un Gobierno que sabía que se trataba de una medida temeraria que la propia sentencia condenatoria considera que pudiera resultar desproporcionada. Esperemos la sentencia de Estrasburgo.
El camino estaba abonado para futuras arbitrariedades judiciales, incluso del Tribunal Constitucional. Un sector importante de la judicatura española, espero que no mayoritario, ha desarrollado un activismo político partidista preocupante, como se demuestra estadísticamente con el número desproporcionado de admisiones de denuncias y querellas contra políticos de izquierdas y la facilidad con la que se archivan comportamientos aparentemente corruptos del Partido Popular. Que cada uno saque sus propias conclusiones.
Pero las consecuencias más graves e inesperadas las estamos viviendo en el momento presente, ante la decisión del Tribunal Constitucional de inmiscuirse en las funciones propias de un Parlamento autónomo e inviolable. El “lío institucional” ha llamado la atención de la prensa internacional. El semanario británico The Economist afirma que “el conflicto que se vive en el Tribunal Constitucional se centra en quién tiene el poder de nombrar a los jueces. Y los hiperbólicos tienen razón. No se movilizan tanques ni se ocupan emisoras de radio. Pero España se encuentra en el mayor lío institucional desde que Catalunya organizó un referéndum de independencia ilegal en el 2017”. Parece que confirma las tesis de los que valoramos la situación como una especie de golpe blando.
Añade que “España no está en peligro de convertirse en una dictadura. Más bien, como en Estados Unidos y en otros lugares, los partidos están jugando con dureza constitucionalmente, y luchan por controlar a las Cortes, que determinan las reglas del juego político”. El semanario británico rebajó a España, el año pasado, a una “democracia defectuosa” y nos alerta sobre una espiral de hiperpartidismo frente al que no se puede ser equidistante. El diario francés Libération comparte el “desbarajuste institucional” en el que ha entrado España por el enfrentamiento entre el PSOE y el PP, y recuerda que es el más grave de los últimos años. Para no centrarnos exclusivamente en la visión desde el extranjero, recojo la valoración del profesor de Derecho Constitucional Javier García Fernández: “Vivimos un momento excepcional donde ya no se respeta el equilibrio y la separación de poderes, y donde la soberanía popular es pisada por un poder judicial que quiere ser hegemónico”.
El desparpajo de los seis magistrados del Tribunal Constitucional, que han conformado una mayoría pírrica, ha alcanzado límites insospechados. No se puede achacar a su desconocimiento jurídico, sino a su participación partidista en una tarea de desgaste político que, en una sociedad democrática, corresponde exclusivamente a la oposición. El procedimiento de introducir enmiendas en la tramitación de un proyecto de ley para conseguir modificar una ley orgánica, como la del Consejo del Poder Judicial, puede ser cuestionado desde el punto de vista de los Reglamentos de las Cámaras, pero, en ningún caso, permite al Tribunal Constitucional vulnerar la inviolabilidad de las Cortes Generales proclamada en el artículo 66.3 de nuestra Constitución.
La transgresión jurídica de los seis magistrados de la mayoría llega hasta el límite de admitir un recurso de amparo de unos parlamentarios que dicen haber sentido vulnerados sus derechos a la participación política. Algo increíble por inexistente. En primer lugar, el recurso de amparo exige agotar previamente la vía judicial o administrativa como condición ineludible. El amparo directo no está previsto, por lo que la admisión resulta ilegal. Resulta asombroso que se diga que existe esa vulneración por personas que, según el artículo 23 de la Constitución, han accedido a las Cámaras por sufragio universal.
El daño a la democracia y al sistema parlamentario se ha consumado. Es necesario que el poder legislativo reaccione con firmeza. Si permitimos esta agresión se habrá derrumbado la estructura política de nuestra monarquía parlamentaria. El discurso de Navidad del Rey, ampliamente comentado, no ha contribuido precisamente a reconducir esta preocupante situación.
PARA CUBRIR TODOS ESTOS DESASTRES JURIDICOS SE HA NOMBRADO A ENRIQUE ARNALDO Y MANTENIDO EN SU CARGO CADUCADO A GONZALEZ TREVIJANO. ¡QUE EL PP LO TIENE TODO PREVISTO!