MANUEL MARCHENA: ¡A MI CON ESAS NO ME VENGAN!
Yo aún estoy atónito con la interpretación de la ley de amnistía que ha hecho el Tribunal Supremo. No es que no me lo esperase: en cartas anteriores ya te adelanté que iba a pasar. Igual que pronto ocurrirá el jaque contra el fiscal general que, hace unos sábados, te anuncié. O, en otra pista del mismo circo, la injustificada investigación penal contra Begoña Gómez.
Todo va según lo previsto –y sin duda no es casualidad–. Pero, por esperadas que sean, las cosas que pasan en la Justicia española nunca dejan de sorprenderme.
La ley de amnistía es clara para cualquier hispanohablante normal. Quedan amnistiados los delitos del ‘procès’ independentista catalán, también la malversación, “siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento”.
¿Y en qué consiste el enriquecimiento? Cualquier diccionario que se consulte lo explica bien: hacerse rico. Por si hubiera alguna duda, otro artículo de la ley de amnistía lo acota aún más: no se considerará enriquecimiento “cuando no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”.
Ni Puigdemont, ni Junqueras, ni Romeva, ni Ponsatí, ni Comín, ni Turull ni ningún otro de los líderes independentistas se llevaron un solo euro del intento de secesión catalán. No se enriquecieron. Tampoco era ese su “propósito”. No hubo ningún “beneficio personal de carácter patrimonial”.
Lo que es obvio para cualquier hispanohablante medio que conozca los hechos no lo es para la Sala de lo Penal que los juzgó. El Tribunal Supremo –sin unanimidad– ha decidido interpretar la ley de amnistía de una manera más que peculiar. Es una suerte de derecho penal de autor: una cocina creativa, digna de Ferran Adrià. De la tortilla deconstruida del genial chef catalán pasamos –con menos arte– al enriquecimiento sin riqueza del Tribunal Supremo español. Son los mismos que han visto terroristas sin terrorismo en otra investigación penal contra Puigdemont.
En el Supremo argumentan que sí hubo un “beneficio patrimonial”: porque pagaron con dinero público un referéndum que, de otra forma, habrían tenido que sufragar de su bolsillo. Y que por tanto ese ahorro les enriqueció.
Es una interpretación que ha dejado atónitos a buena parte de los juristas. Perfecto Andrés Ibañez, juez emérito de la Sala Segunda del Supremo –ya jubilado–, lo explicaba con una brillante metáfora en un reciente correo que envió a varios jueces.
“Hubo un tiempo, el del famoso mayo del 68, en que jóvenes airados reclamaban el acceso de ‘la imaginación al poder’. Como se sabe, los tiempos cambian. Hoy la consigna, proclamada por altísimos togados en papel de oficio, podría ser: ‘la imaginación a la jurisprudencia’... aunque sea contra el diccionario”.
La imaginativa interpretación que ha aplicado el Supremo para no cumplir con la amnistía tiene algunos agujeros muy notables, y no solo desde el punto de vista semántico. Al menos son tres:
El primero: que la Sala de lo Penal del Supremo está reescribiendo los hechos de su propia sentencia sobre el procés catalán. En la condena a los independentistas que ahora se niegan a amnistiar, el Supremo no vio ningún enriquecimiento personal. A ninguno de los condenados se les acusó de haberse enriquecido. Solo ahora, cuando la amnistía ha entrado en vigor, estos jueces han llegado a esta rocambolesca conclusión.
Por entenderlo mejor: en aquellos casos en los que un condenado por malversación se ha enriquecido con ese delito, lo habitual es que también se le condene a devolver el dinero. Es lo que ha pasado, por ejemplo, con un catedrático de la Universidad del País Vasco que malversó más de 200.000 euros. La sentencia no solo le condena a cárcel: también a devolver lo robado. No es eso lo que hizo el Supremo, que simplemente derivó al Tribunal de Cuentas el cálculo de la responsabilidad civil por esa malversación, pero sin ver en los hechos juzgados ningún enriquecimiento de los líderes del procés.
El segundo agujero: que en derecho las interpretaciones extensivas de la ley, como la que el Supremo plantea, solo pueden estar justificadas cuando esa norma es ambivalente y una de las interpretaciones beneficia al reo: al acusado. Ninguna de esas dos premisas se cumple hoy: la ley es bastante clara y la interpretación que se inventa el Supremo es contra el reo, no a su favor.
El tercero, que este inédito auto del Supremo contrasta con la decisión que tomó, hace escasos días, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. Estos jueces sí decidieron aplicar la amnistía al exconseller Miquel Buch, que también fue condenado por malversación. Y lo hicieron interpretando la ley en su literalidad: si no hubo enriquecimiento hay que amnistiar. Según explica en su auto este tribunal: “Otra interpretación dejaría sin contenido la amnistía en los casos de malversación de caudales públicos no deduciéndose del tenor de la ley una exclusión general”.
Esa separación de poderes es muy fácil de entender: corresponde al poder legislativo escribir las normas. Y al poder judicial su aplicación: no su reescritura.
Lo explicó muy bien en su momento Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de la democracia estadounidense: si no sometemos a los jueces a estrictas reglas a la hora de interpretar las leyes, cualquier sistema constitucional terminará por convertirse en una tiranía de dichos jueces, puesto que las leyes, incluso la constitución misma, acaban siendo “un objeto de cera que los jueces pueden moldear y acabar dándole la forma que ellos quieran”.
El auto del Supremo negando la amnistía, cuyo ponente es Manuel Marchena, está trufado también de críticas políticas nada veladas al poder legislativo, tan impropias como contraproducentes para su imagen de imparcialidad. También cuestiona la constitucionalidad de la ley: el Supremo presentará más adelante una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional.
Todo ello parece formar parte de un calculado plan; de una partida de ajedrez. Es la manera más eficaz de retrasar todo lo posible la aplicación de la ley de amnistía.
Tras la estrambótica decisión de no aplicar la amnistía, los abogados de los líderes independentistas recurrirán. Primero ante el Supremo, que volverá a decir que no. Después, en amparo ante el Tribunal Constitucional.
En circunstancias normales, ese amparo se resolvería por una vía relativamente rápida: en unos seis meses, al tratarse de una cuestión que afecta a derechos fundamentales. Pero el plan del Supremo es un doble cierre: plantear también una cuestión de inconstitucionalidad, que fuerce al Tribunal Constitucional a resolver ese recurso antes que los amparos de los independentistas.
Es la vía más eficaz para retrasar lo máximo posible la entrada en vigor de la amnistía. Y también tiene otra ventaja para el Tribunal Supremo: que tenga que ser el Tribunal Constitucional quien les obligue a cumplir esa ley. Algo que también explica la estrategia del Partido Popular, que ahora niega la legitimidad de este tribunal. Como hacen permanentemente con cualquier institución democrática donde ellos no manden.
ESTA ACTITUD TIENE UN NOMBRE: FILIBUSTERISMO
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