En el interrogante que da título a este artículo está ya la respuesta. Es obvio que ninguna Constitución de un Estado democrático puede permitir que haya alguien que pueda tener patente de corso para delinquir. En consecuencia, cuando la Constitución proclama que la persona del Rey es inviolable, no puede estar diciendo que puede delinquir impunemente.
En toda sociedad democráticamente constituida hay dos Constituciones. Una, la Constitución en positivo, que es a la única que llamamos Constitución y otra, la Constitución en negativo, que es el Código Penal. La primera reconoce la titularidad y garantiza el ejercicio de los derechos, a fin de que cada individuo pueda intentar ser el que quiere ser, es decir, desarrollar libremente su personalidad. La segunda define el límite de lo que la Constitución posibilita. La Constitución permite hacer todo menos aquello que el Código Penal prohíbe.
La proclamación de la inviolabilidad para la persona del Rey no puede suponer que queda excepcionada para él la vigencia del Código Penal. La inviolabilidad de la persona del Rey no puede ser una inviolabilidad absoluta en el tiempo y en el espacio. Ninguna Constitución democrática puede aceptar que la conducta del Rey pueda ser constitutiva de delito impunemente. El límite del Código Penal, de la Constitución negativa, no puede ser soslayado por nadie. Y por nadie quiere decir por nadie. Tanto si la Constitución dice que su persona es inviolable como si no.
Inviolabilidad tiene necesariamente que querer decir algo distinto a impunidad por una conducta tipificada como delito. Esa equiparación no tiene cabida en la democracia como forma política.
La interpretación de la proclamación de la inviolabilidad de la persona del Rey no parece particularmente difícil. En la historia constitucional española ha estado vinculada siempre al refrendo de sus actos por el presidente del Gobierno o alguno de los ministros. La persona del Rey es inviolable, porque de sus actos responde la persona que los refrenda. No estamos, pues, ante un supuesto de inviolabilidad en sentido estricto, sino ante una traslación de la responsabilidad de la persona del Rey a la persona que refrenda sus actos. Inviolabilidad y refrendo son las dos caras de la misma moneda. Hay inviolabilidad porque hay refrendo. Si no hay refrendo, no hay inviolabilidad.
Quiere decirse, pues, que la inviolabilidad queda circunscrita a los actos constitucionales del Rey, es decir, a los actos a través de los cuales ejerce las atribuciones que la Constitución le confía. Todos esos actos tienen que estar refrendados sin excepción. Fuera de ellos, la inviolabilidad no opera. El Código Penal es un límite para la persona del Rey por muy inviolable que la Constitución lo proclame.
Es jurídicamente absurda, en consecuencia, la pretensión de establecer una línea divisoria entre antes y después de la abdicación respecto de la inviolabilidad de Don Juan Carlos de Borbón por conductas tipificadas como delito en el Código Penal. Sigue siendo responsable por tales conductas, en el supuesto obviamente que tales conductas se hayan producido y puedan ser probadas, independientemente de que las mismas tuvieran lugar antes de la abdicación o después de la abdicación.
Lo contrario supondría afirmar que el Código Penal no es norma de obligado cumplimiento para el Rey. Que no lo era para Juan Carlos mientras fue Rey y que no lo es para Felipe VI mientras continúe siendo Rey. ¿Ha podido querer decir eso la Constitución al proclamar que la persona del Rey es inviolable? ¿Puede haber querido decir que el Rey queda exonerado de la obligación de respetar el Código Penal?
La respuesta a estos interrogantes es inequívoca. Antes de 2014 y después de 2014. No ha dejado de ser la misma desde la entrada en vigor de la Constitución y no podrá dejar de serlo mientras la Constitución esté vigente.
Esta es la razón por la que resulta imposible abordar la posible responsabilidad de D. Juan Carlos de Borbón en los términos en los que parece que la Fiscalía del Tribunal Supremo pretende abordarla.
A nadie se le puede ocultar que la información que va apareciendo en los diferentes medios de comunicación pone de manifiesto que no nos encontramos ante actos aislados, sino ante indicadores de la conducta de Don Juan Carlos de Borbón durante todos los años de su reinado. Don Juan Carlos no ha empezado a actuar de esta manera después de su abdicación, sino que ha continuado haciendo tras la abdicación lo que había estado haciendo durante sus años como Rey.
Este es el problema con el que la sociedad española tiene que enfrentarse. En mi opinión, debería haberse enfrentado a través de la Cortes Generales y no a través del Tribunal Supremo. Estamos ante un problema fundamentalmente constitucional y no penal. Serían las Cortes Generales las que tendrían que investigar la ejecutoria de Don Juan Carlos durante su reinado y, una vez concluida la investigación, decidir de qué manera habría que proceder. Dado que la Constitución no impide que las Cortes Generales puedan aprobar una "ley de indemnidad", es decir, una ley que exonerara de responsabilidad penal a Don Juan Carlos, nada tendría que hacer el Tribunal Supremo hasta que no hubiera finalizado la investigación parlamentaria. Y se hubiera adoptado por las Cortes Generales la decisión que estimara oportuna.
Únicamente las Cortes Generales, representantes de manera exclusiva y excluyente del "pueblo español" en el que reside la "soberanía nacional", pueden dar una respuesta constitucional al problema que la conducta de D. Juan Carlos de Borbón durante su reinado representa para la sociedad española.
No es la hora de la Fiscalía ni del Tribunal Supremo. Es la hora de las Cortes Generales.
No se sostiene que el Rey en su vida privada tenga impunidad, esto es propio de un Rey medieval. O de Franco, que es todavía peor.